Las primeras semanas de Trump en la Casa Blanca han supuesto un totum revolutum de medidas, con implicaciones difíciles de cuantificar en términos económicos y financieros, pues en algunos casos se están utilizando instrumentos de política económica (aranceles) como herramienta de política exterior, lo que dificulta anticipar el objetivo final perseguido y las dinámicas de ajuste de las variables económicas. Ante las dificultades para filtrar el elevado ruido existente, los mercados financieros mantienen una actitud cautelosa, anticipando que a corto plazo no habrá excesivos cambios en las tendencias de crecimiento (desregulación y bajadas de impuestos compensarán los aranceles y las restricciones de inmigración en el mercado de trabajo) y que el precio a pagar en términos de inflación será moderado. Lo que supone confiar en el papel estabilizador de los propios mercados («bond vigilantes») y en el contrapeso de la Fed, así como en la flexibilidad de la oferta mundial para adaptarse a las nuevas restricciones que van a ir apareciendo por el camino. La paradoja es que los cambios los lidera precisamente el país con un mejor comportamiento económico pospandemia, gracias a una combinación de políticas económicas (fiscal, monetaria e industrial) más acertada que en otras regiones y al efecto positivo de la inmigración en el mercado de trabajo. La «nueva» visión de los intercambios comerciales como un juego de suma cero puede ampliar las divergencias económicas y monetarias mundiales y desequilibrar el aterrizaje ordenado en el que estaba inmerso el ciclo de actividad mundial tras los sobresaltos de los últimos años.
Por tanto, la principal amenaza para los escenarios económicos en los próximos meses es un nuevo shock de oferta, esta vez provocado por el inicio de una guerra comercial, cuya intensidad de momento desconocemos. Lo que de momento tenemos encima de la mesa es una subida («congelada» durante un mes) de 25 p. p. en el arancel a las importaciones americanas procedentes de México y Canadá, además de 10 p. p. adicionales, que ya son efectivos, sobre los productos con origen en China, a lo que el país asiático ha respondido de forma medida, con un arancel del 10%-15% a productos energéticos y automóviles, entre otras medidas (limitaciones a comercio de tierras raras, etc.). Dentro de la estrategia de negociación americana, lo lógico es pensar que en el caso de México y Canadá estamos hablando de un arancel máximo que puede reducirse y al contrario en el caso de China. A la espera de las medidas aplicadas a Europa y resto del mundo, y si anticipamos que el arancel medio americano pasa del 2,4% actual al 10% (lo que supondría máximos desde hace más de seis décadas), el efecto en crecimiento sería inferior a 5 décimas para la UE (cinco o seis veces más para Canadá y México).
Aunque la incertidumbre sobre los impactos en actividad sigue siendo muy elevada, pues hay que tener en cuenta la evolución del tipo de cambio, la disposición de los consumidores a pagar más por determinados productos, la posibilidad de que el comercio se desvíe a otras zonas geográficas, los efectos sobre las expectativas de los agentes económicos y, de forma muy relevante, la adopción de medidas equivalentes por parte de los países afectados. Sin contar con las consecuencias de desmantelar cadenas de valor tan eficientes como las que existen entre EE. UU., Canadá y México. Menos dudas suscitan los efectos en inflación, que serán claramente negativos en EE. UU. y muy diluidos en Europa, por la debilidad del ciclo de actividad y el exceso de oferta global que puede buscar acomodo en los mercados europeos. Lo que implicaría una ampliación del diferencial de tipos de interés a ambos lados del Atlántico y la posibilidad de una ruptura de paridad en el tipo de cambio dólar/euro. Siendo, precisamente, el comportamiento del dólar y de los tipos de interés a largo plazo en EE. UU., las variables que pueden moderar las tentaciones a sobrerreaccionar por parte de las autoridades americanas. Sin olvidar el elefante en la habitación que es la política fiscal, de la que de momento se ha hablado poco, más allá de algún recorte de gasto en agencias federales como la dedicada a la ayuda al desarrollo. Lo que vuelve a poner de manifiesto que la parte más débil de la cadena en el proceso de transformación de la economía mundial van a ser los países de renta baja.
En definitiva, estamos asistiendo a una aceleración de la reconfiguración del orden económico mundial que ya estaba en marcha desde antes de la pandemia y, en ese proceso de transición, vamos a ver ganadores y perdedores. En términos macroeconómicos, ese proceso de ajuste puede ser ordenado, pero no es sencillo pasar de los viejos a los nuevos equilibrios sin algún susto por el camino, sobre todo cuando palabras como cooperación, coordinación o multilateralismo parecen en desuso. Quizás es excesivo afirmar como Martin Wolf que la subida arancelaria cambiará el mundo, porque anuncios como los avances en IA logrados por DeepSeek (precisamente estimulados por restricciones a la exportación) tienen un potencial transformador muy superior a algo tan viejo como es el mercantilismo, pero al menos es una señal de por dónde van a soplar los vientos a corto plazo. Así que toca navegar en un entorno en transformación, sometido a shocks mucho más numerosos, mientras los avances en IA se van diseminando por la economía, permitiendo un salto en productividad. La clave es que el ajuste se produzca de forma rápida y equilibrada.