Los acontecimientos más recientes han hecho evidentes las debilidades estratégicas de la UE, por lo menos en energía, tecnología y defensa. En este contexto, la ciencia, la tecnología y la innovación europeas han quedado retrasadas en el ámbito mundial. Esta realidad ha sido considerada con alarma en los recientes Informes de Mario Draghi y Enrico Letta, donde se incluye un diagnóstico de sus causas que es aceptado por la mayoría de los expertos. Pero esto no invalida el hecho de que la incorporación a la UE fue muy positiva para España, también en ciencia, tecnología e innovación.
Se considera que la primera edición del Manual de Oslo de la OCDE de 1992 consolidó la comprensión de la innovación empresarial como un hecho económico y social conectado, pero muy diferente de lo científico y tecnológico. Los primeros PM se limitaron a impulsar la I+D empresarial mediante investigaciones precompetitivas, en aras a la defensa de la política de competencia. Este enfoque cambió con el PM4 (1994-1998), durante cuya vigencia se publicó el “Libro Verde de la Innovación” en 1995. Hubo que esperar hasta el PM octavo, llamado Horizonte 2020 (2014-2020), para que se integraran en él por primera vez todas las fases de la innovación, desde la generación del conocimiento hasta las actividades más próximas al mercado y pudiera decirse que la UE se ocupaba realmente de la innovación empresarial.
Todas las políticas comunitarias, al basarse en el dinero que aportan los EM, están sometidas a una compleja fiscalización. Esto introduce una gran dificultad para la innovación, que tiene unos tiempos de desarrollo muy tasados, pasados los cuales no solo se puede perder una oportunidad comercial, sino también la vigencia de una tecnología, ya que podrá ser sustituida por otra con mejores prestaciones. La política comunitaria de ciencia, tecnología e innovación ha estado limitada por tres circunstancias insoslayables: fondos escasos, necesidad de control burocrático de estos fondos y la reticencia de los EM a dejar esta responsabilidad en manos de la CE. Los fondos proceden del presupuesto comunitario, que debe permitir hacer frente a todas las políticas de la UE y cuyo principal componente sólo asciende a entre el 0,6 y el 1% de los PIB de los EM. La política de innovación comunitaria ha dispuesto anualmente solo del equivalente a alrededor del 3% de lo que el conjunto de los EM dedica a su I+D. La creación del European Research Council (ERC) en 2007 fue un cambio de actitud porque permitía a la CE hacer política científica. Ante esta compleja situación, los PM tuvieron que asumir otros objetivos, distintos de la búsqueda de la excelencia en la ciencia, la tecnología y la innovación, uno de ellos y no el menos importante, fue el de conseguir la cohesión europea, también en materia de innovación.
Esta atrevida decisión ha permitido que países como España, que en el momento de su incorporación tenía una capacidad tecnológica muy inferior a la de los grandes socios, hayan podido beneficiarse ampliamente de la política comunitaria de innovación. Desde el abandono de la autarquía, España emprendió un largo camino que permitió una cierta capacitación de los investigadores españoles que gracias al objetivo de cohesión pudieron incorporarse a proyectos europeos, que en opinión de muchos eran los que interesaban a los investigadores empresariales y menos a sus accionistas, dado el difícil acceso a una escasa financiación y la obligación de formar equipos multinacionales que no podían ser los mejores posibles. Pero esto fue una gran oportunidad para España, ya que el aprendizaje fue muy rápido y en el PM3 (1990-1994) obtuvo un retorno de fondos comunitarios por el concepto de participación en proyectos del 7,5% de lo dedicado al PM y lideró el 4,9% de los proyectos, y estas cifras han ido mejorando, en el PM H2020 (2014-2020) fueron el 10,4% y el 17,0%.
Actualmente la capacidad científica de los investigadores españoles es comparable a la de los grandes países europeos. El porcentaje de artículos científicos españoles (1,60%) que la herramienta ESI denomina “top papers” es muy parecido al de Alemania (1,69%) o Francia (1,70%). La enorme diferencia del GERD español con el de estos países justifica una distancia en el número de publicaciones de calidad, pero es sólo el 70% de Alemania y el 90% de Francia.
Sin embargo, la capacidad innovadora de España dista mucho de la de los grandes socios europeos. España, con un valor del índice EIS del 89,9%, está desde hace años en el grupo de innovadores moderados, junto con Eslovenia (91,0), Chequia (89,7), Italia (89,6), Malta (88,0), Lituania (83,6), Portugal (83,5), Grecia (77,5) y Hungría (70,5). Las deficiencias españolas son muy claras en la innovación de sus pymes, en inversiones de las empresas y en empleo innovador, aunque destaca en Digitalización.
El Informe GII analiza la capacidad innovadora de los países desde perspectivas distintas, pero las conclusiones son similares en el caso de España. Las mayores diferencias negativas para España están en los grupos de indicadores “Rendimiento del conocimiento y la tecnología” y en “Rendimiento de las actividades creativas”. Frente a Alemania y Francia los grupos de “Complejidades de negocios y “complejidad del mercado” están también alejados de los de España.
Una constante que se aprecia en cualquier análisis de la situación científica y tecnológica española es la menor actividad innovadora basada en el conocimiento de sus empresas. Toda actitud innovadora va precedida por la propensión a innovar, es decir la inclinación a buscar, aceptar y poner en práctica cambios novedosos. Se trata pues de una cuestión cultural, cuya asunción por un colectivo es un proceso complejo que requiere tiempo, estrategia y la participación de múltiples actores respetados. Aumentar la propensión a innovar de toda la sociedad, no sólo del colectivo empresarial, es un objetivo que debería asumir España.