Hasta el 2 de marzo de 2025 el Museo del Prado y la Fundación AXA presentan, en las salas A y B del edificio Jerónimos, “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro”, una exposición que reflexiona sobre el éxito de la escultura policromada barroca y su complementariedad con la pintura. Lo hace mediante una espectacular escenografía que acoge casi un centenar de esculturas de grandes maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa Roldán. Junto a ellas, pinturas y grabados que, como en un juego de espejos, las emulan o reproducen, y piezas clásicas que dan testimonio de la importancia del color en la escultura desde la Antigüedad.
Comisariada por Manuel Arias Martínez, Jefe de Departamento de Escultura del Museo Nacional del Prado, la exposición reivindica la importancia de la escultura policromada para una comprensión integral del arte español y presenta por primera vez al público cinco importantes obras recientemente adquiridas por el museo: Buen y Mal ladrón de Alonso Berruguete, San Juan Bautista de Juan de Mesa y José de Arimatea y Nicodemo, pertenecientes a un Descendimiento castellano bajomedieval.
El teórico Antonio Palomino (1655-1726), al elogiar la escultura del Cristo del Perdón, tallada por Manuel Pereira y policromada por Francisco Camilo, concluía con la siguiente frase: “Que así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo”. La singularidad que alcanzó en la Edad Moderna la síntesis de volumen y el color en la escultura sólo se explica por el papel que desempeñó como instrumento de persuasión. Desde el mundo grecolatino, la representación escultórica se entendió como una necesidad irrenunciable. La divinidad se hacía presente a través de su imagen corpórea, protectora y sanadora, que aumentaba su veracidad cuando se cubría de color, atributo esencial de la vida frente a la palidez inanimada de la muerte. Así lo expresaba en 1677 el benedictino Gregorio de Argaiz: “Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel, que representa los afectos del alma. La escultura forma al hombre tangible y palpable […], más la pintura le da la vida”. La escultura sagrada se rodeó de connotaciones sobrenaturales desde el momento mismo de su ejecución. Así, se asoció con prodigios e intervenciones divinas, con talleres angélicos o con artífices que debían ponerse en una buena disposición moral para llevar a cabo una tarea que excedía el mero ejercicio artístico, pues lo que se alumbraba era en última instancia un remedo de lo divino.
Esta muestra reflexiona sobre el fenómeno y el éxito de la escultura policromada, que inundó iglesias y conventos en el siglo XVII y a que jugó un papel fundamental como apoyo en la predicación. La estrecha y perfecta colaboración entre escultores y pintores nos habla del elevado valor del color, que lejos de ser un mero acabado superficial de la pieza, era una parte esencial de ella sin la cual no se daba por concluida. El color también contribuyó de manera decisiva a acentuar los valores dramáticos de estas creaciones, tanto las destinadas a los retablos como a los pasos procesionales. La gestualidad teatral, unida a la vistosidad de los ropajes, ya fueran esculpidos, de telas encoladas o de textiles reales, convirtieron estos conjuntos en unidades escénicas llenas de significados.
Finalmente, la exposición también aborda otros ejemplos de interrelación de las artes ligadas a la escultura policromada, desde las estampas que ayudaron a difundir las devociones más populares, hasta los velos de Pasión que fingían retablos o las pinturas que, en un sugestivo ejercicio ilusionista, reproducían con fidelidad las imágenes escultóricas en sus altares.