Esa confianza se ha basado en la solidez de la economía estadounidense, la profundidad y liquidez de su mercado de capitales y su papel central en el sistema financiero global. Sin embargo, los cimientos de ese modelo están empezando a mostrar grietas profundas. Hoy, más que nunca, cabe preguntarse: ¿estamos asistiendo al ocaso del dólar y de la deuda americana como activos refugio?
La reciente depreciación del dólar frente al euro —con una paridad ya en 1,15— no es un movimiento coyuntural. Es la señal más visible de una pérdida de confianza estructural. Este proceso se ve reflejado en los balances de los bancos centrales. Según datos del FMI, las reservas globales en dólares han pasado de representar más del 70% a comienzos de los años 2000, a apenas un 55% en la actualidad. El franco suizo y el euro ganan peso, no sólo por fundamentos económicos, sino también por consideraciones geopolíticas.
Los grandes tenedores de deuda estadounidense también están cambiando su estrategia. China y Japón, históricamente los dos principales acreedores de Washington, han reducido sustancialmente sus tenencias de bonos del Tesoro. A ellos se suman fondos soberanos de países como Canadá y Dinamarca, que han iniciado ventas masivas. Las razones son claras: temor a una política fiscal estadounidense cada vez más laxa, dudas sobre la sostenibilidad de su deuda —que ya supera los 34 billones de dólares—, y una Reserva Federal atrapada entre la inflación persistente y la presión del mercado.
La consecuencia directa de esta desconfianza es el repunte en la rentabilidad exigida por los inversores. La TIR de los bonos a 10 años ha alcanzado el 5%, un nivel que no se veía desde antes de la Gran Recesión. Esto no sólo encarece la financiación de Estados Unidos, sino que convierte su deuda en un activo volátil y arriesgado: exactamente lo contrario de lo que se espera de un refugio.
Mientras tanto, el oro se consolida como el gran ganador de este reequilibrio. Su precio ha superado los 3.400 dólares por onza, marcando nuevos máximos históricos. Este rally no responde únicamente a factores tradicionales como la inflación o la debilidad del dólar, sino también a una renovada demanda institucional. De hecho, los bancos centrales están comprando oro al ritmo más alto desde los años 60, en un claro intento por diversificar su exposición y blindarse ante escenarios extremos.
En este nuevo orden financiero, el oro ha recuperado su rol ancestral: reserva de valor universal, no sujeta a decisiones de política monetaria o geoestrategia. Pero la pregunta sigue abierta: ¿será el único?
Los diamantes, tradicionalmente valorados por su escasez, durabilidad y portabilidad, podrían beneficiarse de esta transformación. Aunque presentan desafíos en cuanto a estandarización y liquidez, podrían atraer parte del capital que busca activos tangibles y resistentes a la inflación. También los metales raros y las materias primas estratégicas están ganando terreno como posibles nuevos activos de refugio.
El mercado global está en plena fase de reconfiguración. Lo que parecía impensable hace una década —un mundo que busca alternativas al dólar y a la deuda americana como garantes de seguridad— hoy es una realidad en construcción. No se trata, todavía, del fin del dólar. Pero sí, quizás, del fin del dólar como activo refugio incuestionable.