La propuesta se introdujo como enmienda a un proyecto de ley, ya en tramitación, por el que se traspone la directiva europea que establece un nivel mínimo global de imposición societaria para grandes empresas. Sin embargo, el Grupo Socialista ha renunciado a prorrogar la vigencia del otro gravamen temporal, el que afecta a los ingresos de ciertas empresas energéticas, aparentemente ante su temor y el de algunos de sus socios parlamentarios a que ciertas inversiones estratégicas puedan trasladarse a otros países si el gravamen se mantiene.
Fedea publica hoy una nota de Ángel de la Fuente en la que se resume y valora la propuesta. Además de la bienvenida desaparición del gravamen energético, las principales novedades del texto tienen que ver con el cambio en la naturaleza jurídica de la exacción y con su procedimiento de cálculo. La conversión del supuesto gravamen no tributario en un impuesto, figura en principio mucho mas acorde con la naturaleza de la exacción, tiene el efecto secundario de permitir su concertación con las haciendas forales, lo que da a estas últimas la posibilidad de modularlo o bonificarlo, presumiblemente facilitando el apoyo del PNV a la iniciativa. Posiblemente, el cambio de figura también puede haber facilitado la supresión de la poco razonable prohibición de repercutir el gravamen sobre los clientes. En cuanto al cálculo de la cuantía del tributo, se adopta una escala progresiva, lo que no tiene mucho sentido en el caso de las empresas (entre otras cosas porque desincentiva su crecimiento, con repercusiones negativas sobre su eficiencia), pero se introducen dos deducciones que tienden a mitigar los efectos negativos del impuesto: una ordinaria, de parte de la cuota del Impuesto de Sociedades, y otra extraordinaria que se activa si la rentabilidad sobre activos cae por debajo de un determinado umbral.
Desafortunadamente, lo más destacable del nuevo impuesto es la persistencia de los principales vicios de sus antecesores, que ya criticamos en su día. Un problema importante es de carácter procedimental. Una vez más, se recurre a una vía poco ortodoxa de tramitación para evitar los preceptivos informes de los ministerios competentes y de diversos órganos consultivos, como el Consejo de Estado, que difícilmente podrían evitar plantear objeciones de calado a una propuesta de más que dudosa constitucionalidad. En su día se utilizó con este fin la vía de la proposición de ley (en lugar del proyecto) y ahora se opta por crear un impuesto nuevo a través de una enmienda a un texto ya en tramitación, con efectos similares.
Más importantes aún son las objeciones de carácter sustantivo. Existen múltiples cuestiones que habría que valorar con cuidado y que seguramente desaconsejan la adopción de un impuesto como el propuesto. Abandonada la excusa de los supuestos beneficios extraordinarios, que difícilmente podrían justificar un impuesto permanente, entre ellas están los efectos del tributo sobre la disponibilidad de crédito, sobre la competitividad del sector bancario y sobre la obra social de las herederas de las antiguas cajas de ahorro. Pero antes siquiera de entrar a analizar estas cuestiones, la propuesta plantea problemas de principio muy serios. Como ya se ha argumentado un impuesto ad hoc sobre un sector determinado que, además, recae sobre un indicador de ingresos brutos en lugar de los beneficios, ya gravados por otro impuesto general, tiene difícil encaje tanto con la Constitución como con la Ley General Tributaria (LGT) por su cuestionable relación con la capacidad económica, su falta de generalidad y el riesgo de doble imposición, y podría incumplir también otros principios constitucionales básicos, incluyendo el de igualdad (art. 14, CE) y la interdicción de arbitrariedad (art. 9.3, CE).
Tal como está configurada, la arbitraria exacción que se analiza en la nota es más bien una multa a un sector que resulta antipático a la mayoría gubernamental por razones ideológicas que un impuesto propio de un estado de derecho. La creación de una figura así no contribuye precisamente a reforzar la seguridad jurídica, desincentivando por tanto la inversión doméstica y extranjera y el crecimiento económico. Y esta forma de legislar, imponiendo cargas a dedo a determinados actores en base a prejuicios ideológicos y en función de su poder relativo de negociación, no es la mejor forma de avanzar hacia la reforma fiscal profunda y bien pensada que el país necesita.
Estamos a tiempo de rectificar: dejémonos de ocurrencias poco meditadas y abramos una discusión seria sobre las reformas necesarias. Un buen punto de partida podría ser el reciente Libro Blanco de 2022 sobre la reforma tributaria, que duerme el sueño de los justos en algún cajón del Ministerio de Hacienda.