La deuda pública, lejos de ser un simple instrumento financiero, se ha convertido en una cadena invisible que amenaza con arrastrar incluso a las naciones más poderosas.
Cuando un país gasta sistemáticamente más de lo que ingresa, recurre a la deuda. Pero esa deuda no desaparece: se acumula, se refinancia y, lo más preocupante, se hereda. Y no la pagan quienes la contrajeron, sino las generaciones futuras. Es una forma silenciosa pero profunda de injusticia intergeneracional: una generación consume y otra paga. Se construyen infraestructuras, se financian campañas, se cubren déficits… pero con dinero prestado. Y cuando llega el momento de devolverlo, ya no están quienes lo pidieron. Están sus hijos. Y los hijos de sus hijos.
Es cierto que la deuda pública importa —y mucho—, pero no funciona como la deuda privada. El capital no se amortiza: simplemente se refinancia. ¿Por qué? Porque los Estados no mueren. Detrás de cada contribuyente viene otro. Así, cuando una emisión de deuda vence, se subasta una nueva. Lo que realmente importa es el coste de esa deuda. Si el tipo de interés que se paga es superior al crecimiento de la economía, la deuda como porcentaje del PIB crece automáticamente, incluso sin nuevos déficits. Este es el verdadero punto crítico desde el punto de vista macroeconómico.
La confianza en la continuidad del Estado permite que los mercados acepten esta práctica. Pero eso no significa que la deuda sea inofensiva. De hecho, puede convertirse en una trampa.
Estados Unidos, la mayor economía del mundo, opera hoy con un déficit anual del 7 % – en tiempos de pleno empleo y sin una crisis económica formal-. Es decir, su desequilibrio no es cíclico, sino estructural y político. En la última década, los ingresos fiscales crecieron un 60 %, pero el gasto lo hizo un 95 %. El resultado: la deuda nacional alcanza los 37 billones de dólares, lo que representa el 123 % del Producto Nacional Bruto. Y lo más alarmante es que una parte creciente de esa deuda ya no la quieren los inversores. El Tesoro se ve obligado a ofrecer mayores rendimientos o aumentar a impresión de dinero —cosa que no está haciendo—. Ambas opciones son inflacionarias. Así comienza la espiral mortal de la deuda.
En EE. UU., subir impuestos es políticamente inviable: no está en el tablero del debate público. Por ejemplo, durante la primera etapa de Trump, se recurrió a los aranceles como sustituto de un aumento de impuestos al consumo. Pero como pueden atribuirse a los extranjeros, son más aceptables para el público. Estas medidas, sin embargo, terminan dañando la productividad y la competitividad a largo plazo.
En Europa, la situación es distinta, pero no menos preocupante. Alemania, con su histórica aversión a la deuda —la palabra schuld significa tanto “deuda” como “culpa” o “falta moral”—, ha sido tradicionalmente más prudente. Sin embargo, incluso allí, las presiones sociales, demográficas y geopolíticas están empujando a flexibilizar los límites fiscales para afrontar inversiones.
El verdadero problema, sin embargo, no es técnico. Es ético. ¿Es justo hipotecar el futuro para mantener el nivel de vida actual? ¿Es responsable reducir los impuestos manteniendo déficits del 7 %, solo para evitar tensiones políticas? ¿Es sostenible un sistema en el que cada vez hay más beneficiarios y menos contribuyentes?
Un país verdaderamente justo no es el que promete más, sino el que administra con responsabilidad. Porque gobernar no es solo responder al presente, sino honrar el futuro. La deuda pública importa. No solo por su impacto económico, sino porque define el tipo de sociedad que queremos ser: una que vive del crédito… o una que construye con esfuerzo.