Con los focos de la atención mediática mundial tratando de arrojar algo de luz sobre los efectos de los primeros nombramientos y anuncios de la Administración Trump, la realidad es que todavía es demasiado pronto para anticipar cualquier guía de política económica, más allá de lo que ya están descontando los mercados financieros con la apreciación del dólar, las revalorizaciones de la renta variable y la revisión al alza de las expectativas de tipos de interés. El veredicto es que en EE. UU. vamos a tener más crecimiento nominal a corto plazo, lo difícil es anticipar cómo se repartirá entre actividad e inflación, algo que dependerá de si se utiliza la cirugía en las subidas arancelarias para limitar los daños en las cadenas de valor, del grado de afectación en la oferta laboral de las políticas migratorias y de cómo se implemente el programa fiscal expansivo que ya está en la recámara.
Por tanto, el abanico de efectos sobre la economía mundial continúa muy abierto, pues también estará ligado a las respuestas del resto de actores implicados (China ya ha anunciado restricciones a exportaciones de metales y minerales), de la capacidad de terceros países de desviar comercio a través de naciones conectoras y del margen de negociación de cada país. Siendo conscientes de que, en 2025, el mayor riesgo sobre los escenarios centrales de aterrizaje ordenado es el de nuevas afectaciones negativas sobre la oferta, bien sean por guerras arancelarias o por distorsiones en los escenarios energéticos, en un entorno financiero caracterizado por cierta complacencia en el comportamiento de los mercados.
Centrándonos en la eurozona, el canal comercial será la principal vía de impacto potencial de la nueva agenda económica de la Administración americana, al verse penalizada la demanda externa por la probable subida de aranceles, efecto que podría mitigarse parcialmente con la apreciación del dólar, a costa de un aumento de la inflación causado por el encarecimiento de las importaciones y por una posible respuesta arancelaria de la UE. En segundo lugar, como consecuencia de una Fed menos acomodaticia ante el aumento de las expectativas de inflación se podrían tensionar las condiciones financieras globales y, por lo tanto, también las europeas. Y, en tercer lugar, el aumento de la incertidumbre causado por los conflictos arancelarios puede condicionar el sentimiento inversor y el apetito por el riesgo y terminar deprimiendo la actividad económica. Todo lo anterior, partiendo de la base de una sensibilidad importante de la UE a cambios de las reglas del juego en la relación con EE. UU., teniendo en cuenta que la economía americana es el destino del 20% de las exportaciones de bienes y servicios y que el 3,4% del VAB de la región está vinculado a la demanda de EE. UU., con una exposición importante en sectores como el farmacéutico (22%), el químico (10%) o el de maquinaria (8%). Así que una subida del arancel universal en EE. UU. hasta el 10% tendría un impacto relevante partiendo de los bajos niveles actuales (arancel promedio de solo el 2%).
En este contexto, Europa no se encuentra en la mejor forma para afrontar los nuevos retos de la relación trans-atlántica (aranceles, Ucrania, política de defensa/OTAN), teniendo en cuenta las flojas perspectivas de crecimiento para el próximo año (con una Alemania que sigue muy débil), la elevada dependencia del modelo de crecimiento respecto al sector exterior (elemento penalizador en estos momentos), la fragilidad fiscal de Francia e Italia y la debilidad de partida de la nueva Comisión Europea (41% de votos en contra en el Parlamento Europeo). Si a todo lo anterior, le unimos la inestabilidad política en Francia y Alemania que, a corto plazo, minimizará la tracción del principal eje vertebrador de la región, el punto de partida para el próximo año es desafiante. La parte positiva es que de momento el riesgo de «italianización» (sin la finezza transalpina) de la esfera política francesa solo se ha traducido en un realineamiento ordenado de las primas de riesgo en la eurozona, pues el mercado se ha limitado a poner en precio el evidente deterioro fiscal francés (algo que por otra parte estaba encima de la mesa desde hace tiempo), pero sin penalizar al resto de periféricos. Lo que también refleja el potencial disuasorio del entramado de instrumentos diseñado en la última década para afrontar crisis idiosincráticas en la eurozona (ESM, TPI, etc.). Aunque ya sabemos por experiencia propia que estar en el radar de riesgos de los mercados financieros no es la mejor receta en tiempos convulsos.
En definitiva, estamos abocados a un nuevo año de fuertes emociones económicas, lo que aconseja aprovechar la tregua de Navidad para tomarnos un respiro.