El historiador y político Michael Ignatieff, con el aplomo que da haber bregado en la arena pública y la serenidad que suele acompañarle, hizo hincapié en la importancia del conocimiento y la sabiduría durante su intervención y recalcó que «el trabajo creativo es como escalar en la oscuridad. La mayor parte del tiempo no sabes dónde vas. Algunas veces ni siquiera sabes por qué lo estás haciendo».
Una de las grandes sorpresas de la ceremonia fue la presencia de Marjane Satrapi. Nadie la esperaba, pero, en el último momento, después de haber anunciado su ausencia por motivos personales, acudió. La dibujante, que se ganó a la gente que se agolpaba en la calle, tuvo una intervención beligerante, de palabras valientes, en la que defendió a las mujeres y lo que es la humanidad: «Entre los que los biólogos denominan animales auténticos, es decir los mamíferos, el hombre es el único que mata a su hembra. Y calificamos ese acto como bestial, siendo así que ninguna otra bestia, fuera de nosotros, lo comete. Eso es la humanidad».
La autora del cómic «Persépolis», donde denunciaba la situación de las mujeres en Irán, se mostró reivindicativa y batalladora, y añadió: «Pero también hay humanos que pierden la vida a manos de sus torturadores para proteger a sus semejantes, para no denunciarlos, y sé muy bien de lo que estoy hablando. Esto también se llama humanidad». Y, con voz clara, hizo un guiño a los conflictos bélicos: «Están los miembros de la orquesta que tocan una sinfonía y nos regalan la forma más pura de la belleza, y están los que orquestan guerras y que, por cada cien litros de sangre derramada, son condecorados con una nueva medalla».
Satrapi, vestida de negro, pero elegante, haciendo alarde de su buen humor, no disimuló en ningún momento su pesimismo y reconoció que «no tengo una visión idealizada de lo humano y que yo, en mí misma, experimento esa dualidad. Acepto tanto mi violencia como mi benevolencia, esperando siempre que la segunda prevalezca sobre la primera. Durante mucho tiempo he creído que la clave para que cualquier ser humano pudiera vivir con dignidad, para que nunca sufriera brutalidad o humillación por su sexo, su etnia o su color, era la educación». Pero no dudó en añadir unas apostillas a esta conclusión y, con ella, introdujo una duda: «¿Pero no tenía Goebbels un doctorado en filosofía? ¿El Dr. Mengele no había hecho el juramento hipocrático? ¿Estaremos equivocados cuando definimos educación? Quizás antes de educar a nuestros hijos para que tengan éxito económico y social, debiéramos enseñarles que el verdadero éxito radica ante todo en el humanismo».
Sin apenas tomar resuello, aseguró: «Lo que permitió al hombre situarse por encima de todos los seres vivos fue que creó sociedades; y una sociedad solo existe porque nosotros cuidamos de nuestros semejantes. Los llevamos a hombros y los ponemos a salvo. El hombre por sí solo no sobrevive en la naturaleza. Sólo sobrevive juntándose con otros y creando sociedades. Y la condición sine qua non para lograrlo es la empatía». Satrapi, que leyó unos versos de Saadi, un poeta iraní del siglo XIII, introdujo una sugerencia para concluir: «Quizás en la educación, en vez de enseñar a nuestros hijos a aprenderlo todo de memoria y a recitarlo como loros, deberíamos enseñarles ética, civismo y sobre todo compasión y bondad».
Joan Manuel Serrat, uno de los galardonados más esperados, dio la sorpresa y, contra todo pronóstico, vestido con traje y corbata negra, interpretó uno de sus éxitos, «Aquellas pequeñas cosas», acompañado únicamente por una viola. Una actuación inesperada que fue aplaudida con enorme entusiasmo por el público y que el Rey después le agradeció: «Gracias, Joan Manuel Serrat, por ese regalo».
En su discurso, el cantante fue directo y concreto. Evocó sus años universitarios, reconoció que «con el impulso de los sueños llegué hasta aquí», dijo que era «un hombre partidario de la vida», que «prefiero los caminos a las fronteras, la razón a la fuerza y el instinto a la urbanidad». También dijo que era «un animal social y racional que necesita del hombre más allá de la tribu» y añadió que «creo en la tolerancia. Creo en el respeto al derecho ajeno y el diálogo como la única manera de resolver los asuntos justamente. Creo en la libertad, la justicia y la democracia». Y, quizá, por todo lo anterior, afirmó. «tal vez por eso no me gusta el mundo en que vivimos, hostil, contaminado e insolidario, donde los valores democráticos y morales han sido sustituidos por la avidez del mercado, donde todo tiene un precio. No me gusta ser testigo de atrocidades sin unánimes y contundentes respuestas. No me conformo al ver los sueños varados en la otra orilla del río. ¿Cuándo llegará el tiempo de vendimiar los sueños».
En una ceremonia, donde los representantes de Magnum Photos entraron en el teatro cámara en mano y sacaron instantáneas al público y a ellos mismos, Ana Blandiana habló de historia y de la poesía como «supervivencia». La escritora se preguntó por el papel que debe desempeñar un poeta en un mundo «secularizado, tecnificado, informatizado y globalizado». Aludió a los tiempos del comunismo, cuando las cárceles estaban llenas de poetas y los versos se convirtieron en una forma de resistencia. Unos y otros traficaban con poemas. Los memorizaban y se los pasaban a otros. Era, para ella, «una verdadera sinfonía de resistencia espiritual, un intento de convertir el misterio de la poesía en un arma de defensa contra la locura».
Blandiana añadió una reflexión: «Lo que ayer nos salvó del miedo, del odio y de la locura, ¿no puede salvarnos hoy de la soledad, de la indiferencia, del vacío de fe, del exceso de materialismo y consumismo y de la falta de espiritualidad?». La escritora, que tomó unas palabras de Miguel de Unamuno y reconoció que «me duele España, me duele Rumanía, me duele el mundo», sumó a sus palabras una meditación inesperada: «Ahora que los robots van camino de ser superiores a los humanos, tendremos que intentar situarnos por encima de todo lo que ellos no entienden. Porque los robots podrán hacer versos, rimas, epopeyas, pero nunca comprenderán el sufrimiento y la obstinación por expresar lo inexpresable que se esconde bajo todos esos ropajes, puesto que el misterio no se puede definir ni vencer». Blandiana hizo una referencia a los dos mil años de cristianismo, al equilibro que dio hasta que en «el siglo XX se ha impuesto el odio (de clase o de raza, entre mujeres y hombres, entre hijos y padres). La poesía es la expresión desgarradora de este desequilibrio existencial».