La información conocida en las últimas semanas certificó una evolución de la actividad mundial en la primera parte del año mucho mejor de lo esperado hace unos trimestres, con un crecimiento anualizado próximo al 3% hasta el mes de junio, nuevas mejoras en el proceso desinflacionista y el mantenimiento de una elevada fortaleza en los mercados de trabajo. Además, la noticia positiva ha sido una época estival de relativa tranquilidad, a pesar de la apertura de nuevos polos de inestabilidad geopolítica (Sahel, etc.) y de la sensación de que China va a tener problemas importantes para superar la trampa de la renta media, lo que va a tener importantes consecuencias a medio plazo para el crecimiento mundial y para la reordenación de las cadenas de valor y los flujos comerciales.
Pero agua pasada no mueve molino y esa ventana de esperanza que supuso el comportamiento del ciclo económico a principios de año ya se está nublando, al coincidir la dilución de los vientos a favor (efectos base positivos de la energía, reapertura de grandes economías como China, normalización de los cuellos de botella o exceso de ahorro tras la pandemia), con los efectos restrictivos sobre la demanda de los endurecimientos monetarios acumulados desde hace año y medio, la subida del precio del petróleo de más de un 20% en los dos últimos meses, el intenso empeoramiento de las expectativas empresariales –especialmente en el sector industrial– o las dificultades de China y Alemania para terminar de carburar en este nuevo mundo pos-COVID. Por tanto, con la demanda interna en franco proceso de debilitamiento y sin poder esperar mucha aportación de la demanda externa, a juzgar por las débiles señales procedentes de los intercambios comerciales globales, nos dirigimos a una nueva fase de crecimiento, con la actividad global debilitándose. Aunque de forma desigual, con más intensidad en Europa que en EE. UU., como estaría reflejando la reciente apreciación del dólar. Si ese bache de crecimiento temporal permite alcanzar un nuevo punto de equilibrio que favorezca avanzar en el proceso de reducción de la inflación, los bancos centrales podrían bajar el diapasón tras meses de haber intentado recuperar el tiempo perdido. La traducción de todo lo anterior sería un crecimiento mundial en 2024 inferior en unas 3-4 décimas al de este año, si bien con un perfil diferente, pues iríamos de menos a más, al contrario que en el ejercicio en curso.
El problema es que ese siempre deseado soft landing, especialmente cuando se trata de domeñar un proceso inflacionista, es una situación de equilibrio inestable ante cualquier nuevo shock negativo. Por tanto, no podemos descartar sustos por el camino, antes de formar una buena base de partida para el crecimiento de la segunda mitad de 2024, momento en el que los bancos centrales podrían comenzar la relajación del tono de la política monetaria. Por el lado de la oferta, tampoco parece que vayamos a tener noticias especialmente positivas a corto plazo, a juzgar por el desempeño de los precios de la energía este verano o por la situación de China o Alemania, principales termómetros para testar la situación de una industria en plena adaptación a los cambios en los patrones de la demanda y a los reequilibrios geopolíticos. Es cierto que la bajada de la inflación dará un respiro a la capacidad de compra de las familias en buena parte de la OCDE, pero en todo caso solo será un factor mitigante del debilitamiento de la actividad que cabe esperar en los próximos meses.
En definitiva, vamos a afrontar unos trimestres de desaceleración de la actividad que deberían contribuir a que las medidas tendenciales de inflación empiecen a consolidarse en la zona del 3%-3,5%. Ese periodo con un crecimiento muy débil, próximo al estancamiento, y con una inflación todavía moviéndose en una zona incómoda para los bancos centrales constituirá un desafío para la coordinación de la política económica, sobre todo, teniendo en cuenta la necesidad de una nueva estrategia fiscal en Europa, los costes que seguirá suponiendo el conflicto bélico y el exigente calendario electoral a ambos lados del Atlántico. Por tanto, afrontamos un nuevo curso en el que la economía mundial deberá abordar una superposición de desafíos coyunturales y estructurales, algo nada diferente a lo ocurrido en los últimos años.