Pocos minutos después de las doce, el Papa Francisco volvía a aparecer en el balcón central de la Plaza de San Pedro para impartir la tradicional bendición Urbi et Orbi, propia del Domingo de Resurrección. Visiblemente sofocado, casi sin voz y en silla de ruedas, aunque sin la cánula nasal conectada al oxígeno que ha llevado en otras recientes apariciones, el Pontífice se dirigió a los fieles con un escueto «feliz Pascua a todos».
El saludo fue respondido con una calurosa ovación de las más de 35.000 personas congregadas en la Plaza, mucho más llena que en las últimas celebraciones después de que a lo largo del Sábado Santo se especulase con la posible aparición del Papa, cuyo frágil estado de salud le había impedido participar en las celebraciones del Triduo Pascual.
La evidente falta de fuerza del Pontífice obligó al ceremoniero de la Santa Sede, monseñor Ravelli, a leer su mensaje, en el que Francisco realizó un firme llamamiento a la paz y denunció «la carrera general hacia el rearme».«La paz no es posible sin un verdadero desarme: la exigencia que cada pueblo tiene de proveer a su propia defensa no puede transformarse en una carrera general al rearme», reclamó Francisco.
Y, de forma explícita, exclamó: «Hago un llamamiento a cuantos tienen responsabilidades políticas a no ceder a la lógica del miedo que aísla, sino a usar los recursos disponibles para ayudar a los necesitados, combatir el hambre y promover iniciativas que impulsen el desarrollo. Estas son las ‘armas’ de la paz: las que construyen el futuro, en lugar de sembrar muerte». Además, pidió aprovechar la Pascua «para liberar a los prisioneros de guerra y a los presos políticos».
En su mensaje, el Sucesor de Pedro tuvo también palabras contra el aborto y la eutanasia, al recordar que «¡Dios nos ha creado para la vida y quiere que la humanidad resucite! A sus ojos toda vida es preciosa, tanto la del niño en el vientre de su madre, como la del anciano o la del enfermo, considerados en un número creciente de países como personas a descartar». Además, denunció la «violencia que percibimos a menudo también en las familias, contra las mujeres o los niños. Cuánto desprecio se tiene a veces hacia los más débiles, los marginados y los migrantes». Y pidió a los fieles «volver a confiar en los demás –incluso en quien no nos es cercano o proviene de tierras lejanas, con costumbres, estilos de vida, ideas y hábitos diferentes de los que a nosotros nos resultan más familiares–; pues todos somos hijos de Dios».
El mensaje del Obispo de Roma, a quien se podía ver casi jadeante mientras el ceremoniero leía el texto, repasó con especial emoción los distintos conflictos en los que la «voluntad de muerte» asola el mundo. «Me siento cercano al sufrimiento de los cristianos en Palestina y en Israel, así como a todo el pueblo israelí y a todo el pueblo palestino», comenzó enumerando. Y denunció «el creciente clima de antisemitismo que se está difundiendo por todo el mundo», así como «el terrible conflicto de Gaza» que «sigue llevando muerte y destrucción, y provocando una dramática e indigna crisis humanitaria». «Apelo a las partes beligerantes: que cese el fuego, que se liberen los rehenes y se preste ayuda a la gente, que tiene hambre y que aspira a un futuro de paz», manifestó.
Asimismo, Francisco tuvo palabras para las comunidades cristianas del Líbano y Siria, y para las víctimas de los conflictos en Yemen, el Cáucaso Meridional, Armenia y Azerbaiyán, Birmania, los Balcanes occidentales, la República Democrática del Congo, Sudán y Sudán del Sur, el Sahel, el Cuerno de África y la Región de los Grandes Lagos, así como para todos los cristianos «que en muchos lugares no pueden profesar libremente su fe». Porque «allí donde no hay libertad religiosa o libertad de pensamiento y de palabra, ni respeto de las opiniones ajenas, la paz no es posible», señaló Francisco en su mensaje.
Tras dejarse ponerse la estola, con una visible dificultad de movimientos, el Santo Padre terminó por realizar la solemne bendición a la ciudad y al mundo, muy brevemente y a media voz.