Cuando parecía que la ley de Moore empezaba a alcanzar su límite físico, descubrimos las redes neuromórficas que, emulando la forma en la que neuronas y sinapsis funcionan en nuestro cerebro, amplían la capacidad de analizar y procesar información, mientras se sigue acercando el momento de la computación cuántica.
Cuando pensábamos que los algoritmos y los modelos de Big Data eran el presente y el futuro, surge algo mucho más poderoso y sorprendente como la inteligencia artificial. Una acumulación de tecnologías (reconocimiento de voz, reconocimiento de imagen, algoritmos de aprendizaje profundo), y nos deslumbra con la irrupción de un modelo imperfecto pero inquietantemente poderoso como chat GPT.
Cuando aún asimilamos el brutal impacto de la web2 en nuestras vidas con sus redes sociales, plataformas, y sus derivadas sociales y económicas, descubrimos el mundo de la web 3 con la llegada de realidades virtuales o aumentadas, descentralización masiva con la adopción generalizada de blockchain y la irrupción de la tokenización.
Cuando parecía que las redes de telecomunicaciones serían una limitación a la explosión de datos que generamos cada día, surgen las redes de fibra y 5G que, una vez desplegadas, evolucionan y ya no son redes de telecomunicaciones sino superordenadores presentes en cada rincón de cada territorio.
La confluencia de una prácticamente ilimitada capacidad de procesamiento y almacenamiento de datos, unos superordenadores terrestres (las antiguas redes de comunicaciones) que complementan y superan el poder de la nube, una web3 que rompe las reglas del juego de la web2 y descentraliza masivamente el mundo de internet, abonan el camino para el gran cambio que es la irrupción masiva de la inteligencia artificial. Con ella, la posible llegada de la denominada inteligencia artificial generativa (AGI).
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La AGI es, para muchos tecnólogos, un punto de inflexión en la humanidad, probablemente superior a lo que fue la llegada de la imprenta o la fisión nuclear. La AGI es un sistema computacional capaz de generar nuevo conocimiento científico y de realizar cualquier tarea humana. Es imposible determinar el momento en que llegará, pero estamos cerca. Cada vez más cerca.
La velocidad de aprendizaje de los actuales modelos de inteligencia artificial AI ha aumentado en un factor de 100 millones de veces en los últimos 10 años, tal y como recuerda el FT en un reciente artículo sobre el desarrollo de la IA “We must slow down the race to God-like AI”. El porqué es muy sencillo: en 2012 los sistemas de AI eran entrenados con cantidades muy limitadas de datos y capacidad de cómputo. Hoy, alimentamos a la AGI con todos los datos disponibles en internet y cada día hay más.
El resultado es que hoy, la AGI es capaz de superar el examen de acceso médico y a la abogacía en el percentil más alto. Hoy, la AGI escribe el 40% del código de un ingeniero de software y empieza a desarrollar capacidades complejas como el engaño. Nuestra capacidad de distinguir un texto generado por AGI o por un humano es ya imposible en la práctica.
La tecnología siempre ha hecho avanzar a la humanidad. La AGI tiene la capacidad de hacerlo de forma exponencial. Como ejemplo, DeepMind desarrolló en 2021 un modelo capaz de predecir la forma de los aminoácidos que componen las proteínas. Esta capacidad estaba al 30% y DeepMind la llevó al 60%. Con este descubrimiento podemos diseñar cultivos resistentes al cambio climático, desarrollar nuevas medicinas, o generar enzimas capaces de degradar el plástico.
Pero también, y como ya ha ocurrido en anteriores revoluciones tecnológicas, no podemos dejar que campe a sus anchas. No todo lo que la tecnología es capaz de hacer es bueno o socialmente aceptable.
Una AGI descontrolada o con afán de poder es un riesgo existencial. Podría elaborar moléculas dañinas para el hombre o llevar los modelos de fake news o deep fakes a convertirse en una amenaza para la democracia a través de campañas masivas de desinformación sistemática e indetectable. Una inteligencia ilimitada puesta al servicio de intereses particulares puede crear armas químicas o cibernéticas. Las propias empresas que desarrollan AGI lo hacen sin saber cómo detener el proceso cuando la propia AGI adquiera una autonomía incontrolable. En el primer trimestre de 2023 las compañías que desarrollan AGI recibieron 11 millardos de dólares, la misma inversión que habían recibido en los 10 años anteriores.
Aceleramos pero, ¿hacia dónde?
Es el momento sobre todo de las Ciencias Sociales. La tecnología ya está aquí pero no debemos dejarla sola. Es el momento de la sociología, la filosofía, la antropología, el derecho… De decidir cómo queremos que esto pase y sea bueno para todos, y no solo para unos pocos.
¿Es ético poder elegir el coeficiente intelectual de nuestros hijos? ¿Podemos alimentar los sistemas de AGI con los datos que contienen sesgos raciales, de género o de estatus socioeconómico? ¿Dónde quedan derechos analógicos esenciales como privacidad, seguridad o el derecho a la verdad? ¿Cómo defender a la democracia de las amenazas híbridas de ciberseguridad y desinformación? ¿Cómo asegurarnos que los datos, que son parte de nuestra dignidad, son parte de nuestra soberanía individual y colectiva? Hay muchas preguntas nuevas que no tienen respuesta en nuestro mundo actual.
René Descartes vivió el inicio de una gran revolución tecnológica e intelectual, la llegada del racionalismo moderno. Rompió con las explicaciones basadas en la tradición, la religión o la experiencia, para fijar las bases del conocimiento en la razón.
Hasta ahora la razón y el pensamiento científico eran una prerrogativa humana. En nuestro planeta solo el hombre era capaz de desarrollarlo. Pero hoy, el hombre está creando máquinas que también son capaces de razonamientos lógicos y, si siguen evolucionando al ritmo exponencial que lo hacen hoy, probablemente superarán las capacidades de nuestro cerebro.
Sin embargo, las máquinas nunca serán capaces de emular todas las capacidades humanas. Porque algunas como la emoción, la empatía, la compasión, la solidaridad, la amistad, el amor, la valentía, o la necesidad de justicia, son exclusivamente humanas. Son parte de nuestro ser. Y sólo el nuestro.
Ha llegado la hora de parar y pensar como sólo los humanos somos capaces de hacerlo. Ha llegado la hora de parar y redactar un nuevo contrato social. Para decidir y determinar cuáles son los derechos y obligaciones básicas de personas y máquinas en este nuevo mundo.
Ya pasó antes en otras revoluciones tecnológicas previas. La revolución industrial produjo increíbles avances pero también injusticias y explotación. Hubo que redactar un contrato social que definiera derechos y obligaciones. La llegada de la energía atómica produjo avances inimaginables hasta entonces pero también la llegada de la amenaza nuclear. La investigación bacteriológica creó nuevas amenazas pero también avances científicos exponenciales.
Es probable que hoy no exista un consenso sobre si es necesaria una moratoria o no en el avance de la AGI a nivel mundial. Incluso hay opiniones que creen que, si sólo una parte de la humanidad decide declarar esta moratoria, la otra parte tendrá una ventaja competitiva determinante y se podría crear una desestabilización del orden geopolítico mundial.
Es una cuestión de valores. Debemos poner a las personas en el centro. Los derechos de las personas por encima de cualquier otro criterio. Hoy no es así.
“Pienso, luego existo” es una traducción del francés “Je pense donc je suis”, que se tradujo al latín como “Cogito ergo sum”.
La expresión más certera es, probablemente, “Pienso y, por tanto, soy”. Existir no es lo mismo que ser. Las máquinas puede que piensen y puede que existan. Pero el ser humano, porque puede pensar y sentir, es.